La he buceado desde el personaje de Judas en un cuento llamado "El canto del gallo 1"; en otro cuento llamado "El canto del gallo 2", sobre el asesinato de Facundo Quiroga tal como lo narra Sarmiento en "Facundo" y también lo he rastreado en historias familiares.
"Fuego que nunca se apaga..." vuelve sobre la problemática ensayando una especie de reparación.
Su única mano volaba ágilmente sobre el teclado. Pensé en un águila o algún ave de presa sobre las teclas blancas. Era impactante verlo escribir teniendo ante la vista su brazo trunco. Pero nunca había interrogado a Abel sobre ese, digamos, dolor... Esa tarde me había pedido que lo esperara unos instantes -siempre me atendía puntualmente. "No quiero cortar el relato en este punto..." había dicho. Tímidamente le pregunté si escribía relatos de ficción pues no le conocía, a mi terapeuta, esas inclinaciones. Pero me respondió que no; que era pura terapia. Me acomodé en un sillón y comencé a hojear una carpeta. Al cabo de un tiempo sin tiempo ¿segundos?, ¿minutos? Pues algo parecía detenido en las agujas del reloj, se dio vuelta y me habló:
- Es irónico ...casi paradójico.
- ¿El qué?-pregunté con desconcierto-.
- Que sólo la lejanía nos acerque; que la ficción revele la realidad o que las cosas ocultas desnuden siempre una verdad... Me pregunto si el ayer, (siguiendo esta línea insólita de ¿causas y efectos?), podrá ser la eterna forma del hoy...
Yo no salía de mi asombro ante su locuacidad. Aunque nada de sus dilemas me había alcanzado, todavía. Y recuerdo que, por pura cortesía ante la recién inaugurada solidaridad, me animé a preguntarle sobre su mano ausente. Inmediatamente en su rostro hasta ese momento casi filosófico, se convocó una sombra. Comenzó a relatarme una historia de rivalidades y odios infantiles entre dos hermanos gemelos. Me describió una tarde trágica en que el "otro" (¿Caín? ¿Entonces él era Abel?), que lo había hostigado toda la tarde, le había pedido auxilio. Era verano y braceaba desesperado en medio de un remolino. Esas rápidas y agitadas aguas eran famosas...Él había extendido su brazo presuroso en auxilio; sin embargo, enseguida, impulsivamente lo había retirado al recapacitar que estaban solos...
Era ese brazo en el que se ausentaba la mano hoy.
Espantado, yo pugnaba por quebrar en mí la lógica siniestra de esa narración. Atónito, reñía con mi propio y aterrado convencimiento de ese horror. Temía incluso haberme equivocado. Y él me miraba como esperando algo. Un rostro desencajado y sufriente que ya no coincidía con el de mi aplomado terapeuta...
- Que un ser humano se mutile no alcanza para barrer su culpa -dijo de pronto-. Al contrario: la fija y profundiza. Deja de ser un hecho del pasado que hasta quizás podríamos olvidar, para ser quemantemente presente ... como un símbolo que nunca permitirá el olvido. Tratar de comprender o si fuera posible: lograr el perdón, en mi profesión...
Me pidió disculpas mientras volvía los ojos nuevamente hacia el teclado. Yo me sentía invadido por la pena, por una extraña forma de decepción y diciendo no sé qué salí del consultorio. Lo último que vi antes de cerrar la puerta fue su única mano como un ave de presa sobre las blancas teclas.
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